F. Javier Monserrat Delgado



F. Javier Monserrat Delgado
   F. Javier Monserrat Delgado, nace en Londres en 1972. Es diplomado en magisterio y maestro de inglés en un colegio de la comunidad de  Madrid. Asiste regularmente a un taller de escritura y, aunque lo considere una afición, no hay más que leer estos relatos para entender que detrás de ellos se encuentra un gran escritor: la belleza de sus textos de gran riqueza lingüística, son narrados de forma magistral. De estructura poderosa, su narrativa nos hace llegar a ese clímax tan esperado pero con desenlaces contenidos, inesperados y cargados de emoción.









EL CRISTAL PROTECTOR

  
   Emma Bovary lee uno de esos libros de humores remotos; de lugares y tiempos exóticos. Cada palabra, como si fuera una dosis de veneno de las que adormecen el presente, despliega su mitosis para formar la historia de una pandemia en el año 2020. Innumerables poblaciones, cada una de ellas equivalente a toda su Francia, están como ella, encerradas.
    La historia comienza a aburrirle: ha llegado a un momento en el que alguien, malcriado por los ocios de su época, debe entretenerse con su respiración y con la lectura de un libro. Ese alguien, también aburrido, no tiene nombre en la historia. Su nombre no importa. A veces se siente culpable porque busca aislamiento dentro del aislamiento. A veces le parece un esfuerzo quedarse dentro de sí mismo y otras veces, cubierto por una manta de ficción, quiere quedarse encerrado en el lugar paradójico: fuera. Sabe que la ficción acabará con él, pero también sabe que le matará con más sentido y lentitud que la vida. Lee Madame Bovary y por un momento ve que Emma le está mirando al otro lado del cristal protector de su libro electrónico.

F. Javier Monserrat Delgado



UN SOLO LIBRO

Все счастли́вые се́мьи похо́жи друг на дру́га, ка́ждая несчастли́вая семья́ несчастли́ва по-сво́ему.

Fotografía de David Darriba
   Desde que cesaron el ruido y la furia de los bombarderos, lo único que caía del cielo eran los rayos del sol. Caían a plomo, atravesaban la troposfera, retina desgastada, y punzaban la tierra pelada.
Desde que se absorbieron todos los cadáveres, desde que hasta los huesos alcanzaron los lechos rocosos, dejaron de aparecer espigas como réplicas labradas de la luz.
   Toda esa lucha se había producido por la apropiación de fósiles y, al final, en eso mismo se terminarían convirtiendo todos los seres humanos.
   Tan solo pudieron sobrevivir, si a la mera interacción del silicio con otros elementos se pudiera denominar así, aquellos que se mantenían de energía solar.
   No quedaba ni el dolor.
   El dolor había desaparecido mucho antes que la humanidad. Durante la guerra se habían inventado mecanismos que permitían manipular las sensaciones de todo tipo. A eso, de manera muy acertada, se evitó llamarlo insensibilización. El término ideado, acordado y, por último, celebrado fue el de transepsia. Y ese fue el nombre de la primera muerte; el de la segunda ya nadie lo podría inventar.
   Los que se movían ahora por la llanura pedregosa, por el suelo reseco que se abría en cicatrices, lo hacían sobre los pies calzados, como los humanos mucho tiempo atrás. Lo hacían erguidos, atentos, silenciosos y con ojos turbios como planetas sin atmósfera. Los que se movían y solo se movían no eran humanos, pero se parecían a ellos. Habían sido creados mucho antes de la guerra, como copias dóciles para ser cuidadas: apenas exigían atención o mantenimiento y eran mucho más baratos que los perros. A esos seres, aunque ni ellos mismos lo supieran por su falta de memoria, por el olvido que les confirió la destrucción de todo, se les llamaba en su remoto idioma hijos. 
   Y ese conjunto, compuesto por cinco seres de diferentes tamaños y apariencias, deambulaba bajo la luz intensa que los alimentaba. Cada uno de ellos se movía de manera aislada, cada uno por su cuenta, sin acercarse ni alejarse los unos de los otros.
   Solo cuando la luz se debilitaba hasta desaparecer, se detenían aquellos movimientos desorganizados. Era entonces cuando los cinco hijos ocupaban un lugar que parecía corresponderle y se sentaban en círculo alrededor de un extraño objeto. No sabían nada de él y tampoco se lo preguntaban. Tampoco se preguntaron cómo una especie capaz de crearlos a ellos, seres capaces de subsistir con la energía del sol, se extinguió luchando por el dominio de los fósiles. Tan solo, todo olvido, se sentaban alrededor de aquello y lo miraban. Después abrían sus cajas torácicas y sacaban de su interior esferas luminosas que teñían con levedad la oscuridad de sus caras. Mucho después se olvidaría también que fue así como, por un mero ejercicio de mantenimiento y de restauración de energías, comenzaron los primeros ritos de la nueva especie.
    Ella sacó la mano de la oscuridad hacia el centro, donde la luz roja de las esferas era más intensa, mientras sonaba el zumbido ceremonioso de los compañeros, tomó el raro objeto, el único objeto y lo dejó en su regazo. Las esferas se desplazaron silenciosas y se quedaron flotando sobre Ella. El objeto, que parecía ser perseguido por la iluminación de las esferas, se mostraba ahora más intenso y reflejaba tanto su luz roja que parecía ser el foco que la emitía.
    Ella separó las láminas ante sus compañeros. Sobre un fondo blanco se distribuían las zonas oscuras plasmadas. No entendía aquello. Para los seres humanos fue escritura, pero para los hijos eran imágenes arbitrarias que nada significaban.
   Y así se sucedieron muchos días, pasando sin que nadie los contara: mientras había luz y el sol abrasaba, los hijos seguían deambulando y por las noches el libro se abría a la débil luz roja de las esferas.
   Deambulaba el pelo pajizo y sintético de Ella, que estaba coronado con jacintos azules que nunca morirían. Deambulaba Joven, con el mismo aspecto de quien acababa de abandonar la adolescencia y entraba en la nueva etapa a base de la observación minuciosa de los detalles: los cambios de intensidad de luz y de calor sobre las grietas del suelo, la geometría, los dibujos que estas cicatrices formaban bajo sus pies y su mirada atenta o, por supuesto, la armónica unidad que conseguían los ojos de Ella con los jacintos azules.
   Viejo era más rápido en sus movimientos y se atusaba la barba y agrietada el contorno de sus ojos color tierra como si aquella misma observación de Joven él quisiera dirigirla hacia su interior. Niñas no caminaban tanto a lo largo de las horas. A veces se sentaban en el suelo y chocaban entre ellas las palmas de sus manos mientras decían incomprensibles retahílas. Así, siempre igual, un día tras otro.
    Una noche Ella abrió el libro hacia la mitad y no se sabe muy bien por qué, comenzó a hablar. No leía. Más bien parecía extraer de su mente algo que había recogido del sol de la mañana. Habló de un manto que cubría el suelo cuarteado de la tierra. Bajo la luz roja de las esferas contó que ese manto blanco había caído del cielo, como lo hacía el calor del sol, pero de forma más amable, en pequeñas unidades que parecían volar antes de extenderse en el suelo. También habló de la sensación que producía tocar el manto, parecida a la que se producía en sus caras si miraban hacia el cielo por la mañana. Se expresaba con fluidez, aportando detalles. A veces miraba esos signos oscuros, pero no leía. ¿Acaso el libro le dijo todo eso? ¿Qué decían en realidad todos aquellos signos? Por primera vez la nieve se convirtió en una fantasía, en un mito.
    A partir de entonces esas creaciones se comenzaron a suceder. Joven con el libro en el regazo inventó el fuego. Mirando con intensidad a Niñas les dijo que eso era como la luz de las esferas pero que además producía la misma sensación que la nieve. Niñas rieron alegres y a partir de entonces la luz roja que sacaban por las noches de sus cajas torácicas se llamó hoguera.
Viejo imaginó una máquina que se movía y que le entregaba al cielo una especie de nieve al revés gracias a una hoguera. Joven imaginó que aquella máquina los llevaría a otro lugar donde el suelo tuviera diferentes colores, sobre todo el color de los jacintos de Ella.
    Niñas imaginaban nombres para las creaciones de sus mayores y los cantaban en sus juegos de manos.
    Una de las normas no escritas ni dichas que se había estado respetando a rajatabla era la prohibición a Niñas de tocar el libro. Ella parecía la dueña, la que de alguna forma hacía ver a los demás que el libro le pertenecía. Cuando lo cogía Viejo, cosa que sucedía muy a menudo, parecía que lo hacía con el permiso de Ella  a pesar de ser él quien más lo utilizaba. Lo tomaba también de día, e incluso caminaba con él en círculos disminuyendo cada vez más la ligereza de sus pasos. Niñas no lo tocaron nunca y nunca lo intentaron. Sin embargo, una noche, cuando Ella tenía en el regazo el libro y las esferas flotaban sobre su cabeza, Niñas, quizás por un ansia oculta por poseer el libro, comenzaron a imaginar. Cuando Ella se disponía a hablar -nadie después tuvo conocimiento de las luciérnagas por esa interrupción-, se comenzaron a oír desde la oscuridad las voces infantiles:
   Es algo que guarda todas las cosas: la nieve, la hoguera, el tren, a nosotros mismos. Y ahí no hay un solo libro, sino muchos. Cada uno de nosotros podría tener tantos como quisiera y podríamos cogerlos a la vez y alargar nuestra canción.
    Sin saberlo imaginaron una biblioteca y la compleja estructura que una vez sirvió para que los seres humanos dominaran la eternidad.
    Poco a poco las costumbres fueron cambiando. Joven ya no quería caminar solo. Buscaba a Niñas, escuchaba sus juegos de manos terminar en la palabra biblioteca o se acercaba a Ella y le hablaba de emprender juntos un viaje siguiendo la misma dirección, de buscar algún lugar nuevo que pudiera ser diferente, más fértil, más parecido a sus flores o a sus ojos, de donde pudieran brotar espigas parecidas a su pelo. Ella parecía mantener un combate entre lo que oía y lo que pensaba. Mientras Joven hablaba día tras día de la máquina de vapor, de cultivos o de ponerse a caminar, sin parar y siguiendo al sol, Ella inventó pájaros. No necesitó el libro en su regazo. Quizás lo necesitase antes, en un principio para detonar el mecanismo o el hábito que ahora estimulaba tanto su imaginación: tratados ornitológicos completos, para ellos ficticios, comenzaron a poblar su mente. Brotaron plumas de colores imposibles y cantos de diferentes timbres. Ojalá todos estuvieran clasificados y ordenados en otro libro, en uno más entre las decenas que hay en las bibliotecas que Niñas idearon. Pero no, ahí solo había un libro, ahora acaparado por Viejo, quien noche y día se apropiada de él y observaba con detalle pasando los dedos por las letras, escudriñando los caracteres con cara de estar próximo  a un destino mucho tiempo anhelado.
    Lo que a Viejo le confería su peculiar ligereza era la sensación de estar próximo a entender aquellas palabras, una sensación de bloqueo, de saber pero no recordar. Por eso miraba el libro día y noche mientras los demás empezaban a huir de él.
   ─No puedo más le dijo Joven a Ella por la mañana-.  Vámonos.
   ─¿Adónde?
    Ella clavó su mirada en Joven sin verle. Intentaba escucharle sin perder de vista el pájaro que se le acababa de ocurrir.
   ─Vámonos y Joven llevó su mano con lentitud y acarició el dorso de la mano de Ella. 
   Era la primera vez que dos hijos se tocaban así.
   Viejo ya no soltaba el libro. Lo tenía día y noche. Paseaba sus dedos por las mismas páginas día y noche. Tenía la sensación de estar cerca, de ver lo que en realidad decían las letras. Tenía la sensación de recordar, de que lo que en su interior estaba impidiendo comprender se estaba debilitando. Estaba bloqueado pero no por mucho tiempo. Al final, mientras el sol se estaba convirtiendo en un semicírculo anaranjado, Viejo, con la mano en la barba, esbozó una levísima sonrisa.
    El pequeño círculo se formó. Niñas miraban a Viejo con curiosidad: algo era diferente en él. Atesoraba el libro apretándolo contra su pecho. Ni siquiera dejó de tocarlo cuando abrió su caja torácica para liberar la esfera. Joven y Ella también se dieron cuenta de que Viejo tenía una expresión diferente, triunfal. Ellos también habían cambiado. Joven pensaba en pájaros, en alguno que llevase la nieve de Ella en su cuerpo, que volara y tuviera donde parar, algún lugar donde los rayos del Sol no acabasen con esa nieve. Ella pensaba ahora en la máquina de vapor, en una que no se desplazara por el suelo. Niñas, aunque miraran a Viejo con curiosidad, no podían evitar enumerar la larga lista de palabras en su mente.
    Cuando Viejo tuvo todas las esferas sobre su cabeza, abrió el libro con lentitud de vencedor, rio a carcajadas y por primera vez leyó:
    «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera».
   Esa frase abrió una larga serie de reuniones nocturnas a la luz de las hogueras. Esa historia de amor, de cultivos, de nieve, de trenes y de una mujer llamada Ana Karenina los congregó durante muchas noches. Esa historia de muerte fue a la vez una muestra de la supervivencia del ser humano y enseñó a los hijos a buscar cultivos que cubrieran la tierra, a conocer a otros hijos y, después de un tiempo ya contado, enseñó a Joven y a Ella a conseguir réplicas de la nueva especie. 
   A su primera hija la llamaron Ana.

F. Javier Monserrat Delgado

Comentarios

Entradas populares