La risa

      Nuevamente, no sé muy bien si por algún ataque de nostalgia, dejo caer este antiguo relato (principios de los 90), como si se tratase de una hoja seca en otoño...
David Darriba Pérez
       
Fotografía del autor
     Un día decidí que lo mejor era sonreír. Me levanté del sillón, avancé unos pasos y, asomándome a la ventana, contemplé la calle sonriendo. Luego me dirigí hacia mi despacho. Cogí la pipa que guardaba dentro de un cajón, la preparé, fumé, y mirando las formas caprichosas que formaba el humo, sonreí. Fui al servicio, me quedé unos minutos observando mi imagen reflejada en el espejo y solté una carcajada.
       Entonces tuve la necesidad de salir a la calle. Todo, absolutamente todo, me causaba risa, y esa risa, felicidad.
        Pero la gente que se cruzaba conmigo no comprendía esa felicidad. Gente estúpida con una expresión  de tristeza dibujada en sus rostros. Toda ella  sorprendida por mi risa, reprobándola con un gesto de asco, volviendo sus cabezas tristes en dirección contraria a mi felicidad. Pobres incrédulos que difícilmente algún día despierten de su melancolía. Pero esas caras lo único que conseguían era causarme más risa, porque eran pantomimas, máscaras grotescas que intentaban ocultar la vida, una vida llena de sentido.
      Decidí volver a mi casa. No estaba dispuesto a que todas esas caras me contagiaran su tristeza. Seguí riéndome por el camino, cada vez más. Al llegar casi no pude meter la llave por culpa de aquella risa compulsiva, histérica. Ya dentro, miré por la ventana. Un vecino me espiaba desde su casa. Cuando se vio sorprendido, corrió las cortinas y desapareció tras ellas.
       Llegó la noche; su tranquilidad me hizo reír. Me metí en la cama y cerré los párpados. Pocos minutos después, un exceso de luz se filtró por ellos como si se hubiera hecho de día de repente. Un impulso imperioso me obligó a abrir los ojos al instante. Al otro lado de la ventana se apiñaban decenas de hombres y mujeres con antorchas. Rompieron el cristal y entraron prendiendo fuego a todo aquello que se encontraban a su paso. Desde mi cama pude ver sus rostros serios de forma intermitente. Me observaban con atención tras el fragor del fuego. Cuando detectaron mi gesto también serio y lleno de ira, me sacaron de la casa en llamas.
      Lo habían conseguido.

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