Un texto de León Felipe

León Felipe

        El poeta León Felipe, nacido en Tábara (Zamora) en 1884 y muerto en Ciudad de México en 1968, fue en su juventud farmacéutico y actor. Ejerció como profesor de literatura en diversas universidades de Estados Unidos y, al estallar la guerra civil, regresó a España hasta que definitivamente se exilió en México en 1938. Influenciado por W. Whitman y abocado preferentemente hacia la utilización de imágenes bíblicas, su obra poética contiene una constante referencia a la condición humana, la guerra y el exilio.
        Entre sus obras, llenas de vehemencia y ansia de redención, muy en la línea de Juan Ramón Jiménez, destacan Drop a Star, La insignia, El payaso de las bofetadas, El pescador de caña y el hacha, Español del éxodo y del llanto, El gran responsable, Ganarás la luz, Antología rota, Llamadme publicano, El ciervo y ¡Oh ese viejo y roto violín!, entre otras.
        Pero aquí me centraré en el siguiente texto de “Del poeta maldito” para hablar luego sobre una de sus ideas:



Yo no soy el filósofo.

El filósofo dice: Pienso… luego existo.

Yo digo: Lloro, grito, aúllo, blasfemo… luego existo.

Creo que la Filosofía arranca del primer juicio. La Poesía, del primer lamento. No sé cuál fue la palabra primera que dijo el primer filósofo del mundo. La que dijo el primer poeta fue: ¡Ay!

¡Ay!

Este es el verso más antiguo que conocemos. La peregrinación de este ¡Ay! por todas las vicisitudes de la historia, ha sido hasta hoy la Poesía. Un día este ¡Ay! se organiza y santifica. Entonces nace el salmo. Del salmo nace el templo. Y a la sombra del salmo ha estado viviendo el hombre muchos siglos.

Ahora todo se ha roto en el mundo. Todo. Hasta las herramientas del filósofo. Y el salmo ha enloquecido: se ha hecho llanto, grito, aullido, blasfemia… y se ha arrojado de cabeza en el infierno. Aquí están ahora los poetas. Aquí estoy yo por lo menos.

Éste es el itinerario de la Poesía por todos los caminos de la Tierra. Creo que no es el mismo que el de la Filosofía. Por lo cual no podrá decirse nunca: éste es un poeta filosófico.

Porque la diferencia esencial entre el poeta y el filósofo no está, como se ha creído hasta ahora, en que el poeta hable con verbo rítmico, cristalino y musical, y el filósofo con palabras obstrusas, opacas y doctorales, sino en que el filósofo cree en la razón y el poeta en la locura.

El filósofo dice:
Para encontrar la verdad hay que organizar el cerebro.

Y el Poeta:
Para encontrar la verdad hay que reventar el cerebro, hay que hacerlo explotar. La verdad está más allá de la caja de música y del gran fichero filosófico.

Cuando sentimos que se rompe el cerebro y se quiebra en grito el salmo en la garganta, comenzamos a comprender. Un día averiguamos que en nuestra casa no hay ventanas. Entonces abrimos un gran boquete en la pared y nos escapamos a buscar la luz desnudos, locos y mudos, sin discurso y sin canción.

Además, los poetas sabemos muy poco. Somos muy malos estudiantes, no somos inteligentes, somos holgazanes, nos gusta mucho dormir y creemos que hay un atajo escondido para llegar al saber.

Y en vez de meditar como el filósofo o de investigar como los sabios, ponemos nuestros grandes problemas en el altar de los oráculos o dejamos que los resuelva aleatoriamente una moneda de diez centavos.

Y decimos, por ejemplo: Puesto que no sé quién soy… que lo decida la suerte.

¿Cara o cruz?

        El texto hace la diferencia entre el filósofo y el poeta. Al escribir que “El filósofo dice: Pienso…, luego existo”, lo hace como el filósofo razonador. En cambio, al llegar a “Yo digo ─el poeta─: lloro, grito, aúllo, blasfemo…, luego existo”, aparece el poeta movido exclusivamente por los sentimientos. Desmiente que la diferencia radique en la forma de expresarse de cada uno y ratifica la anterior idea en “El filósofo cree en la razón y el poeta en la locura”. Al hablar de lo que es filósofo y poeta, lo hace mostrando dos actitudes perfectamente válidas, en las que se afrontan los hechos que vienen de formas dispares. Admite (al ser poeta), que él se muestra ante la vida más que nada, movido por los sentimientos: “Lloro, grito, aúllo, blasfemo…”.
        En efecto son dos actitudes distintas hacia la vida. No es lo mismo el ir razonándolo todo como hace el filósofo, que viviendo tirado por los sentimientos como el poeta. Pero esos sentimientos no serían posibles sin la razón. Es simplemente una cuestión de control, del control de los sentimientos.
        En cualquiera de los casos es difícil no imaginarse al filósofo guiado por los sentimientos, pues es de imaginar que de vez en cuando le guste llorar, gritar, aullar y blasfemar, al igual que al poeta razonar cuando escribe sobre las injusticias sociales, la muerte o la vida; de los temas que en definitiva, tanto hablan los filósofos. Puede que unos toquen estos temas fríamente y otros se dejen llevar, pero al fin y al cabo, los dos están utilizando la razón, su razón.

David Darriba Pérez

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